Fue así como explicó la historia a un grupo de familiares que se reunían alrededor de una gran botella de Buchannans: “Mira, doña Tranquilina, te digo que estoy,,, pero es que... mira...a mí lo que más me... a mí lo que más me... a mí lo que más me choca, es que esa malagradecida yo pensaba que me iba a dar un nietecito con los cabellos rubios y los ojos rubios y los dientes rubios, así como Troy Donaheu y viene y se marcha con... con... con ese tusa!, ay, ay no! Ay... esta juventud!”. Fue así como él la escuchó, aunque mucho después frente a la vieja máquina de escribir Olivetti, con la que relató sus grandes recuerdos, la explicó de una sugerente y diferente manera: “... en el instante mismo en que Remedios, la bella, empezaba a elevarse. Úrsula, ya casi ciega, fue la única que tuvo serenidad para identificar la naturaleza de aquel viento irreparable, y dejó las sábanas a merced de la luz, viendo a Remedios, la bella, que le decía adiós con la mano, entre el deslumbrante aleteo de las sábanas que subían con ella, que abandonaban con ella el aire de los escarabajos y las dalias, y pasaban con ella a través del aire donde terminaban las cuatro de la tarde, y se perdieron con ella para siempre...”
Así, Gabriel García Márquez, el gran observador, relataba a su manera sus recuerdos de infancia. En el Caribe colombiano existe una gran tradición alimentada por la realidad, en cada reunión familiar las historias se repiten. Alguna vez uno de los nietos se levanta en medio de una de las hazañas del padre de su padre con la impertinencia y el desdén de pedir “me llaman cuando el abuelo regrese de la muerte otra vez”. En medio de un manotazo éste es puesto en vereda y toca recibir otra vez la dosis de historia familiar que amerita la ocasión. Pues así la historia de Gabito no era diferente, cada vez escuchando y rumiando las historias, miles de anécdotas repetidas hasta la saciedad.
Un día estando en casa de la tía, llamada de cariño Pía, la familia se reunió para recordar el tercer mes de fallecimiento del abuelo Ché, ese personaje que bien podría confundirse con la figura de José Aureliano Buendía. En un momento de efervescencia y calor en plena confabulación, discusión y divertimiento de la historia familiar, el difunto can Chapulín emprendió una carrera alocada hacia la puerta y con el lomo erizado empezó a aullar. En ese momento la puerta retumbó con tres golpes: tumm, tumm, tumm...; Silencio absoluto. Celso, el marido de Pía, en medio de su habitual monserga de improperios diciendo: “¿Quién se atreverá a tocar a la puerta de esa forma y a esta hora de la noche?”. Abrió la puerta y logró ver la figura de nadie, soledad absoluta. El silencio rodeó la casa y todos en medio de una carrera espectacular se apelotonaron en una de las habitaciones de la casa. Ahí hasta la mañana siguiente. Así fue la historia de lo que después se dedujo era el cumplimiento de la promesa del abuelo de contestar algo, tres meses después.
Historias como ésta suceden en el caribe colombiano. Un genial relator las escucha y escribe, posteriormente es coronado. Así es la historia tal cual la contaron.
Un día después de uno de los regresos a Barranquilla, vio Gabito entrar a su padre ofuscado y embriagado por la puerta principal de su primitiva casa gritando de alegría una incomprensible sarta de frases. Algo había ocurrido en el centro de la ciudad, entre el callejón de los meoas y la calle bajito había observado una nueva fábrica que le llamó la atención al instante mismo de ver sus productos. Trozos de algo que, hirviendo, enfriaba cualquier cosa que tocara. Al principio el padre pensó que se trataba de piedras preciosas, poco después uno de los operarios le corrigió explicándole las naturalezas acuáticas del hielo. Su padre explicaba al entrar en casa que aquel era un prodigio capaz de hacerle olvidar las penas de sus empresas delirantes. Al ver aquel bloque transparente, que, con infinitas agujas internas dejaba escapar un aliento glacial, llegó a la conclusión y así se lo trataba de comunicar a su familia: “Este es el gran invento de nuestro tiempo”.
Así, Gabriel García Márquez, el gran observador, relataba a su manera sus recuerdos de infancia. En el Caribe colombiano existe una gran tradición alimentada por la realidad, en cada reunión familiar las historias se repiten. Alguna vez uno de los nietos se levanta en medio de una de las hazañas del padre de su padre con la impertinencia y el desdén de pedir “me llaman cuando el abuelo regrese de la muerte otra vez”. En medio de un manotazo éste es puesto en vereda y toca recibir otra vez la dosis de historia familiar que amerita la ocasión. Pues así la historia de Gabito no era diferente, cada vez escuchando y rumiando las historias, miles de anécdotas repetidas hasta la saciedad.
Un día estando en casa de la tía, llamada de cariño Pía, la familia se reunió para recordar el tercer mes de fallecimiento del abuelo Ché, ese personaje que bien podría confundirse con la figura de José Aureliano Buendía. En un momento de efervescencia y calor en plena confabulación, discusión y divertimiento de la historia familiar, el difunto can Chapulín emprendió una carrera alocada hacia la puerta y con el lomo erizado empezó a aullar. En ese momento la puerta retumbó con tres golpes: tumm, tumm, tumm...; Silencio absoluto. Celso, el marido de Pía, en medio de su habitual monserga de improperios diciendo: “¿Quién se atreverá a tocar a la puerta de esa forma y a esta hora de la noche?”. Abrió la puerta y logró ver la figura de nadie, soledad absoluta. El silencio rodeó la casa y todos en medio de una carrera espectacular se apelotonaron en una de las habitaciones de la casa. Ahí hasta la mañana siguiente. Así fue la historia de lo que después se dedujo era el cumplimiento de la promesa del abuelo de contestar algo, tres meses después.
Historias como ésta suceden en el caribe colombiano. Un genial relator las escucha y escribe, posteriormente es coronado. Así es la historia tal cual la contaron.
Un día después de uno de los regresos a Barranquilla, vio Gabito entrar a su padre ofuscado y embriagado por la puerta principal de su primitiva casa gritando de alegría una incomprensible sarta de frases. Algo había ocurrido en el centro de la ciudad, entre el callejón de los meoas y la calle bajito había observado una nueva fábrica que le llamó la atención al instante mismo de ver sus productos. Trozos de algo que, hirviendo, enfriaba cualquier cosa que tocara. Al principio el padre pensó que se trataba de piedras preciosas, poco después uno de los operarios le corrigió explicándole las naturalezas acuáticas del hielo. Su padre explicaba al entrar en casa que aquel era un prodigio capaz de hacerle olvidar las penas de sus empresas delirantes. Al ver aquel bloque transparente, que, con infinitas agujas internas dejaba escapar un aliento glacial, llegó a la conclusión y así se lo trataba de comunicar a su familia: “Este es el gran invento de nuestro tiempo”.
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